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En lo que representa uno de los movimientos militares más significativos en el Caribe en los últimos años, Estados Unidos desplegará diez aviones de combate F-35 Lightning II en Puerto Rico. Aunque oficialmente la operación tiene como objetivo reforzar la ofensiva contra los carteles de droga en la región, el trasfondo geopolítico es ineludible: la maniobra ocurre en medio de crecientes tensiones con el gobierno de Nicolás Maduro, tras un reciente ataque estadounidense contra una embarcación supuestamente vinculada al narcotráfico que partía de costas venezolanas.

La Casa Blanca ha enmarcado esta operación dentro de una estrategia de “acción directa” contra redes criminales transnacionales, y ha declarado a grupos como el Tren de Aragua como organizaciones terroristas extranjeras. No obstante, la presencia de aeronaves furtivas de quinta generación como el F-35 en un escenario típicamente reservado para misiones antidrogas plantea preguntas sobre la verdadera dimensión militar y estratégica de esta iniciativa.

Los F-35 llegan días después de que Washington ejecutara un ataque aéreo contra una lancha rápida presuntamente vinculada al narcotráfico y con origen en Venezuela, que dejó once muertos. Caracas ha protestado enérgicamente, acusando a Estados Unidos de “ejecuciones extrajudiciales” y calificando de “falsificado” el video del ataque publicado por el Pentágono. En paralelo, un incidente entre dos cazas F-16 venezolanos y el destructor USS Jason Dunham en aguas internacionales encendió las alarmas en el Departamento de Defensa, que denunció la maniobra como “altamente provocativa”. Es en este clima que aterriza el F-35: no solo como herramienta de combate, sino como símbolo de disuasión táctica y supremacía tecnológica.

El F-35 no es simplemente un avión de combate. Es una plataforma de guerra aérea multirrol de quinta generación, diseñada para operar en escenarios de alta amenaza y penetrar sistemas de defensa antiaérea sin ser detectado. Fabricados por Lockheed Martin, son considerados actualmente el caza más avanzado del mundo. Diseñados para operar en escenarios complejos, combinan capacidades de sigilo, guerra electrónica, inteligencia, vigilancia, reconocimiento (ISR) y ataque de precisión. Su capacidad de fusión de sensores les permite detectar y neutralizar amenazas sin ser detectados, operando como centros de mando voladores que recopilan y comparten datos en tiempo real con otras unidades.

En contraste, la Fuerza Aérea Venezolana presenta un panorama marcado por la obsolescencia, la falta de repuestos y la parálisis operativa. Su flota principal está compuesta por unos pocos cazas F-16A/B Block 15 adquiridos a Estados Unidos en la década de 1980. Sin acceso a piezas de recambio ni modernizaciones desde la imposición del embargo estadounidense en 2006, estos aviones vuelan con limitaciones estructurales y de mantenimiento, radares de generaciones pasadas y sin armamento guiado de última generación. Su operatividad se estima por debajo del 40 %, con varias unidades canibalizadas para mantener al resto volando, lo que ha reducido drásticamente las horas de vuelo de sus pilotos, comprometiendo no solo la disponibilidad de la flota, sino también la competencia táctica de sus tripulaciones.

A ello se suman los Su-30MK2 de fabricación rusa (más potentes y con mayor autonomía), que representan el principal activo de defensa aérea de Venezuela. En el papel, se trata de un caza bimotor pesado con capacidad real de combate más allá del alcance visual (BVR). Sin embargo, la realidad operacional está lejos de ese ideal. De los 24 Su-30 adquiridos entre 2006 y 2012, apenas entre seis y ocho estarían actualmente en condiciones de vuelo. La dependencia exclusiva de repuestos rusos, en medio de las sanciones y la guerra en Ucrania, ha afectado severamente su mantenimiento. A esto se suma la incertidumbre sobre la disponibilidad de sus sistemas de guerra electrónica, misiles y pods de contramedidas, cuya operatividad ha sido puesta en duda por fuentes internas y observadores independientes.

La asimetría tecnológica entre ambos países es evidente: mientras el F-35 puede entrar y salir del espacio aéreo enemigo sin ser detectado, con capacidad para eliminar sistemas de defensa aérea desde largas distancias, los cazas venezolanos dependen aún de radares convencionales, armamento guiado por radar activo o semiactivo y doctrinas de combate que datan de la Guerra Fría.

El despliegue también llega en un momento en que Estados Unidos ha intensificado su presencia militar en el Caribe con más de 4.500 efectivos, buques de guerra, drones, helicópteros de ataque y, ahora, cazas furtivos. La reciente maniobra de dos F-16 venezolanos que sobrevolaron el destructor USS Jason Dunham en aguas internacionales ha alimentando los temores de una confrontación directa.

A pesar de que Washington insiste en que no hay intenciones de intervención directa en Venezuela, la presencia del F-35 cambia las reglas del juego en la región. Ya no se trata sólo de combatir el narcotráfico: la apuesta es también por proyectar poder, disuadir a actores estatales y asegurar que ningún gobierno hostil tenga espacio para maniobrar en el Caribe.
Crece la tensión: Trump ordenó el despliegue de 10 cazas stealth F-35A a Puerto Rico ante escalada militar con Venezuela
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