Un helicóptero UH-60 Black Hawk de la Policía Nacional de Colombia fue destruido con una carga explosiva improvisada en zona rural del municipio de Amalfi, Antioquia, durante una operación de extracción de personal uniformado que realizaba tareas de erradicación manual de cultivos ilícitos. El resultado fue una tragedia de proporciones inaceptables: trece policías asesinados, cuatro heridos de gravedad y una de las aeronaves tácticas más importantes del país reducida a cenizas.
El ataque, perpetrado por al menos treinta hombres del Frente 36 de las disidencias de las FARC, fue ejecutado con un nivel de planificación militar. La emboscada combinó fuego de fusilería, explosivos lanzados desde drones, disparos de tatucos y la activación de una trampa explosiva enterrada en el punto de aterrizaje del helicóptero. Según confirmaron fuentes de inteligencia militar, la estructura criminal está bajo el mando de Óscar Javier Cuadros Zea, alias Chejo, quien ha sido identificado como el autor intelectual del ataque.
En la operación participaban veintidós uniformados de la Policía Nacional, en apoyo a erradicadores civiles que habían solicitado extracción tras ser hostigados por la estructura criminal. Una primera aeronave logró evacuar parte del personal, pero el segundo helicóptero fue derribado en la maniobra de aterrizaje, donde detonó la carga explosiva que lo destruyó por completo y provocó la muerte inmediata de la mayoría de sus ocupantes. Algunos heridos fallecieron más tarde mientras esperaban por una evacuación aerotransportada para recibir atención médica.
Entre las víctimas se encuentran el mayor Carlos Mateus Ovalle, piloto de la aeronave; el subteniente Nicolás Stiven Ovalle Contreras, comandante de la unidad; el subintendente José Camacho Aldana; y los patrulleros José Daniel Valera Martínez, Nayver Fernando Vásquez Zúñiga, Jeison Alejandro Samboní Lazo, Edwin Javier Zúñiga Galíndez, Jhonatan Rodrigo Jiménez Jiménez, Rafael Enrique Anaya Almanza, Juan José Guzmán Duarte, Michael Stiven Aztaiza Ortiz y Richard Duván Lagos Calvache.
La aeronave destruida, de matrícula PNC0634, hacía parte del inventario de 32 helicópteros Black Hawk que posee la Policía Nacional, utilizadas en misiones de transporte, patrullaje aéreo y apoyo antinarcóticos. Este modelo, fabricado por Lockheed Martin (Sikorsky), ha sido pieza clave en la lucha contra los grupos armados ilegales y el narcotráfico en zonas de difícil acceso.
Este no fue un ataque improvisado ni un enfrentamiento cualquiera. Fue una acción terrorista calculada, ejecutada con alta precisión técnica y con el objetivo claro de asesinar a los tripulantes del helicóptero y sabotear la misión antinarcóticos. El hecho marca además un punto de inflexión en la amenaza aérea que representan los drones modificados como armas de guerra, los cuales ya se han convertido en una herramienta letal en manos de estructuras criminales.
Pero más allá de la derrota táctica, este atentado expone de forma brutal un problema político mucho más profundo: la permisividad del Estado frente a quienes lo atacan.
Alias Chejo, el responsable de esta masacre, no era un desconocido. No estaba oculto en lo profundo de la selva. No era un objetivo invisible para las autoridades. Era, hasta hace pocos meses, uno de los denominados “gestores de paz” acreditados por el propio Gobierno nacional de Gustavo Petro. Bajo esa figura, se le suspendieron órdenes de captura, se le otorgaron garantías jurídicas, se le asignaron esquemas de seguridad y camionetas de alta gama blindadas y se lo eximió de ser perseguido, todo en nombre de un proceso de paz con estructuras armadas que, como ha quedado en evidencia, nunca tuvieron la intención de desmovilizarse.
Mientras se ofrecían discursos de reconciliación, los cabecillas de estos grupos seguían ampliando su capacidad bélica, fortaleciendo sus redes de narcotráfico y planeando atentados como el de Amalfi. La política de Paz Total de Gustavo Petro ha otorgado beneficios a criminales que no han entregado armas, no han cesado el fuego, y mucho menos han mostrado voluntad real de diálogo. Hoy, Colombia ve el resultado de esa indulgencia: trece policías asesinados de forma brutal, emboscados por quienes el Gobierno prefirió reconocer como interlocutores antes que combatir como enemigos del Estado.
Es necesario preguntarse quién responde políticamente por haber suspendido la persecución judicial a criminales como Chejo y su jefe, Alias Calarcá, por haber frenado operaciones contra sus estructuras y por haber tolerado su expansión territorial bajo el manto de una paz artificial. ¿Quién da la cara ante las familias de los policías muertos, sabiendo que sus asesinos estaban amparados por decisiones del más alto nivel? ¿Cómo se explica a un país que mientras el Estado enterraba a sus hombres, los responsables eran tratados como voceros políticos en nombre de un proceso vacío?
Este ataque no solo es una tragedia humana. Es una evidencia irrefutable del fracaso de una política que desarma al Estado mientras los violentos se rearman. La pasividad institucional del actual gobierno ha sido el mejor aliado de las disidencias. El discurso ha reemplazado a la acción, y la esperanza ha sido manipulada para justificar una estrategia que hoy se traduce en más territorios perdidos, más víctimas inocentes y más familias destrozadas.
Ya no bastan los mensajes de condolencias ni las promesas de justicia “con toda la contundencia”. Es hora de reconocer que hay una guerra real en muchas regiones de Colombia. Una guerra que el Estado ha intentado tapar con eufemismos mientras cede terreno, autoridad y soberanía.
En memoria de estos trece héroes, lo mínimo que exige el país es un cambio inmediato y radical en la estrategia de seguridad nacional. No se puede seguir llamando “gestores de paz” a quienes están matando policías. No se puede seguir gobernando creyendo que el terrorismo se desactiva con firmas. Y no se puede seguir permitiendo que las Fuerzas Militares y de Policía paguen con su vida la ingenuidad o complicidad política de quienes deberían estar dirigiendo la defensa de la nación.
Colombia está de luto. Pero el luto no puede durar más que la indignación. Que este ataque no sea otro caso más archivado en la impunidad.
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Terroristas de las FARC derribaron un UH-60A Black Hawk de la Policía de Colombia en Antioquia, con un saldo de 13 policías asesinados |