En una operación que no solo destacó la capacidad militar de EE.UU., sino que también envió un mensaje claro al régimen de Nicolás Maduro en Venezuela, dos de las aeronaves más emblemáticas de las Fuerzas Armadas estadounidenses, el bombardero B-52H Stratofortress y el caza furtivo F-35B Lightning II, realizaron una demostración de ataque a blancos estratégicos en territorio venezolano desde el espacio aéreo internacional sobre el Mar Caribe. La maniobra, que tuvo lugar el 15 de octubre en la zona de responsabilidad del Comando Sur (SOUTHCOM), pone de manifiesto la creciente tensión entre Washington y Caracas, en un contexto geopolítico cada vez más complejo.
El ejercicio, realizado en aguas internacionales cercanas a las costas venezolanas, estuvo diseñado para mostrar la capacidad de EE.UU. para proyectar poder en el Caribe y América Latina. Si bien la misión fue presentada oficialmente como una "operación de entrenamiento para demostrar la capacidad de ataque estratégico contra amenazas transnacionales", el momento y la ubicación de la operación no pueden considerarse como una mera coincidencia, se trató de una simulación de como seria un eventual a los más importantes blancos de la dictadura de Nicolás Maduro.
De acuerdo con el comunicado del Comando Sur, estos ejercicios se realizan en coordinación con el Departamento de Defensa y bajo las prioridades presidenciales para “interrumpir el tráfico ilícito de drogas y proteger el territorio nacional”. El despliegue se produce en un contexto de creciente presencia militar estadounidense en el litoral caribeño, que incluye el empleo de destructores, submarinos nucleares, buques de desembarco anfibio y aviones F-35.
El B-52H, un bombardero de largo alcance capaz de transportar tanto armas convencionales como nucleares, es una de las principales plataformas de ataque estratégico de la Fuerza Aérea de EE.UU. Su capacidad para lanzar misiles de crucero de largo alcance lo convierte en una herramienta ideal para realizar ataques precisos a distancias extensas, sin necesidad de penetrar profundamente en territorio adversario. El B-52H, operando en conjunto con un sistema de control aéreo avanzado, sería capaz de neutralizar instalaciones críticas del régimen venezolano, como centros de mando y control, almacenes de municiones y bases aéreas.
A su lado, el F-35B del Cuerpo de Marines, un caza furtivo de quinta generación, no solo cumple la función de escoltar al bombardero, sino también la de proporcionar apoyo en operaciones de supresión de defensas aéreas y en la neutralización de amenazas provenientes de los sistemas de misiles de largo alcance de Venezuela, como los S-300.
El F-35B, con su capacidad de sigilo y sus avanzados sistemas de sensores, sería esencial para operar en un escenario donde las amenazas de defensa aérea enemiga sean fuertes, como es el caso de Venezuela, que ha reforzado su red de defensa aérea con tecnología avanzada de origen ruso y chino.
En un hipotético conflicto, los F-35, en su rol de escolta, tendrán que enfrentar y contrarrestar las fuerzas aéreas venezolanas, particularmente los cazas Su-30, los cuales representan una de las amenazas más destacadas para la aviación estadounidense en la región. Los F-35, con su capacidad de detección y sigilo, podrán intervenir de forma decisiva para eliminar cualquier intento de interceptación por parte de estos cazas, utilizando su superioridad tecnológica y su capacidad para operar en un entorno de alta complejidad y amenaza.
Estados Unidos asegura que las patrullas forman parte de operaciones antinarcóticos, pero la simultaneidad con las amenazas de Trump y los recientes ataques a embarcaciones sospechosas de narcotráfico apuntan a un mensaje político más claro: advertir a Maduro de que el alcance de Washington se extiende desde el aire hasta las aguas del Caribe y, si lo considera necesario, más allá.
En apenas dos meses, el Pentágono ha desplegado en la región un dispositivo naval y aéreo que incluye tres destructores, un crucero lanzamisiles, un submarino nuclear y una agrupación anfibia con más de 2.000 marines. A ello se suman drones Reaper, aviones de transporte C-17 y los temidos AC-130J Ghostrider, especializados en operaciones de interdicción y ataques quirúrgicos.
La estructura recuerda más a una fuerza de preparación para una campaña limitada que a una mera operación antidroga. Washington ha confirmado además la creación de una nueva fuerza de tarea regional bajo el mando del II Marine Expeditionary Force, mientras los informes sobre ataques letales a lanchas sospechosas en aguas internacionales se acumulan: al menos cinco en las últimas semanas, con 27 muertos.
El punto de inflexión ha llegado cuando el propio Trump declaró abiertamente que estudia “golpear en tierra venezolana” tras haber “controlado el mar casi por completo”. Lo dijo con la naturalidad de quien describe una extensión lógica de una operación en marcha. Reconoció también haber autorizado a la CIA a desarrollar operaciones encubiertas en territorio venezolano, en una decisión que marca un salto cualitativo respecto a la tradicional presión diplomática.
Aunque evitó confirmar si esa autorización incluye a la figura de Maduro, la insinuación bastó para encender todas las alarmas en la región. En Washington, fuentes del Departamento de Defensa sostienen que se trataría de acciones dirigidas a “interrumpir redes de narcotráfico”, pero el propio Trump ha descrito al presidente venezolano como “jefe de un cártel”, borrando la línea entre guerra antidroga y operación de cambio de régimen.
Desde Caracas, la respuesta fue inmediata. Maduro acusó a Estados Unidos de preparar una invasión y denunció ante Naciones Unidas lo que calificó como “una violación gravísima del derecho internacional”. Su gobierno sostiene que los movimientos militares buscan “legitimar una operación de cambio de régimen para apoderarse de las reservas petroleras venezolanas”.
En un discurso televisado, arropado por su cúpula militar, evocó los golpes auspiciados por la CIA durante la Guerra Fría en América Latina y clamó: “¡Abajo los golpes de Estado! América Latina no los quiere ni los necesita”. A la vez, anunció que 4,5 millones de milicianos civiles estarían listos para defender el país, aunque las cifras reales de alistamiento distan mucho de su retórica. Mientras tanto, la oposición, encabezada por María Corina Machado (recién galardonada con el Nobel de la Paz), celebraba el respaldo estadounidense y dedicaba su premio “a Trump, por su apoyo decisivo a nuestra causa”.
La situación se ha convertido en una peligrosa coreografía de poder. Por un lado, Washington insiste en que su misión es frenar el narcotráfico y la migración irregular, por otro, sus acciones se parecen cada vez más a la fase preparatoria de una operación militar. La retórica de Trump, directa y sin filtros, evoca los viejos fantasmas de las intervenciones norteamericanas en América Latina, mientras su despliegue en el Caribe se asemeja a una reedición moderna de la política del Gran Garrote.
Venezuela, con un ejército debilitado, sanciones asfixiantes y una crisis interna perpetua, se convierte así en tablero y excusa: el lugar donde se cruzan la ambición de control regional de Estados Unidos y la necesidad de un enemigo externo para mantener la cohesión del chavismo.
El vuelo de los B-52 frente a las costas venezolanas no fue una maniobra rutinaria. Fue una señal. Una demostración de que la presión ya no se mide en sanciones ni en comunicados, sino en misiones de largo alcance, escoltas de combate y submarinos que patrullan silenciosamente a pocos kilómetros de la plataforma continental de un Estado soberano.
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EEUU realizó simulacro de ataque aéreo contra Venezuela con bombarderos B-52H y cazas F-35B |